A veces es inevitable caer en los influjos del marketing y me atrevería a decir que en algunas circunstancias vale la pena dejarse guiar por ellos. Hace unos días en un arranque de nostalgia, mientras leía algunos de los homenajes que por estos días se le hacían a Gabriel García Márquez, decidí después de mucho tiempo, empezar a leer sus novelas y pedir de regalo la última edición de Cien años de soledad. Debo reconocer que no soy un lector consumado de literatura, no obstante algunos libros me han salvado en momentos de soledad o aburrimiento.
Tengo algunos amigos y conocidos que trabajan en el mundo editorial, así como otros clavados de cabeza en la literatura. Si bien aun puedo ruborizarme al decir que nunca había leído a Gabo, más allá de alguno que otro cuento, debo declarar que me enfadan aquellas personas pretenciosas del ámbito cultural que miran como si fuese un pecado mortal haber omitido alguna lectura de las llamadas imprescindibles. Seamos francos, es cada día mas difícil leer a Proust o a Dostoievski, no por que falten las ganas sino porque no queda mucho tiempo, además de las múltiples competencias de entretenimiento que por estos días tienen los libros.
Algo así me pasaba con Gabriel Garcia Marquez. Más lo primero que lo segundo: ese chovinismo nacionalista que muchas personas y medios en Colombia acuñaron a la imagen y obra de Gabo, como figura y lectura imprescindible, tuvo su resonancia en algunos colegios y escuelas haciendo de sus libros una lectura obligatoria, lo que de entrada creaba una barrera para apreciar su obra. En la década del 80, parecía que lo único que hacia falta eran camisetas con su cara estampada para venderlas junto a la fotos de Lucho Herrera a los pocos turistas que pasaban por Bogotá. Este frenesí fue lo que algunos llamaron la macondización de Colombia, que no es otra cosa que la exaltación de la cultura caribe.
No tengo nada en contra de los costeños, pero no puedo evitar ser un cachaco maluco, que no resiste el rayo del sol y se mete al mar del rodadero con la camiseta del Hirotama, además de llevar la plata dentro de un monedero de Fotojapon para evitar robos y pérdidas.
Me parece antipático que al salir de Colombia, las personas piensen que todos los colombianos somos buenos bailadores de cumbias o usamos sombreros volteaos porque supuestamente por nuestra sangre corre el caribe. Aclaro, para el lector no colombiano, por una vez y todas: no todos los colombianos nos identificamos con la cultura caribe, por más de que susurremos inconscientemente uno que otro vallenato en la buseta. Lo digo sin ningún resentimiento hacia los costeños.
Lo que si es cierto es que la cultura caribe gracias a su magnifico poder de seducción, hay que reconocerlo, se trepó al altiplano y por eso es que en Bogotá nos cagamos del frío, en una terraza, mientras nos tomamos un ron y vemos pasar una chiva con grupo vallenato a bordo y una horda de borrachos cantando algún clásico de Diomedes Diaz.
Quizás fue por el exceso de exaltación a Gabo, que su obra me resultaba algo ajena. No obstante, después de haber leído uno que otro cuento nunca dudé de su talento narrativo, el cual por estos días me tiene enganchado leyendo Cien años de soledad. Por eso pienso que quizás hay que tomar distancia para leer algunos libros, borrar por un momento los sesgos y convenciones que hay detrás de los autores y sus obras para entrar en ellas sin prevenciones. Eso es lo que me ha pasado leyendo Cien años de soledad. Y por supuesto, me ha resultado inevitable sentir en su lectura, que entro a una mitología del caribe que sin quererlo, eriza los pelos de un cachaco maluco como yo: que se impresionó con la extensión de la ciénaga grande, se baño en sus mares tornasolados, se trepó a un árbol de guayabas fosforescentes y se éxito con la magia con que alguna chica de Riohacha movía sus caderas mientras caminaba por el malecón.
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