La mala ortografía es culpa de la Real Academia.
Por Roberto Hernández Montoya
roberto@analitica.com
Serigrafía de Juan Antonio Roda.
La escritura castellana tiene una suerte contradictoria. Muchos de sus sonidos están representados por una sola letra. Por eso, por ejemplo, nadie escribe pasa en vez de tasa. Las letras p y t suenan en castellano de modo tan claro y distinto que permiten expresar significados diferentes. Por eso mismo nadie omite la tilde de la ñ, pues esta representa un sonido bien diferenciable del que representa la n. Así lo comenta Andrés Bello en sus Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar la ortografía en América, publicadas en 1823 (Obras completas, reimpresas en 1981 por la Casa de Bello, Caracas). Salvo el epígrafe, todas las citas de Bello que siguen están tomadas de ese texto. He aquí la primera:
El mayor grado de perfección de que la escritura es susceptible, y el punto a que por consiguiente deben conspirar todas las reformas, se cifra en una cabal correspondencia entre los sonidos elementales de la lengua y los signos o letras que han de representarlos, por manera que a cada sonido elemental corresponda invariablemente una letra, y a cada letra corresponda con la misma invariabilidad un sonido.
Por no seguir ese principio, no sabemos si escribir injerencia o ingerencia; total si hay gerencias ¿por qué no puede haber ingerencias? Los que pronunciamos igual s y z tendemos a confundir tasa y taza.
Los únicos errores de ortografía que cometemos están vinculados con las consonantes b/v, s/z-c, g/j, h, k/q, ll/y, s/x, las vocales acentuadas o no: á/a, é/e, í/i, ó/o, ú/u y
la diéresis: ü/u.
Ello se debe a que un mismo sonido es representado por más de una letra y no sabemos cuál escoger. El criterio que rige esa escogencia es ajeno a la lengua porque es ajeno a la pronunciación. Está ligado a la etimología, que es ciencia docta y como tal no forma parte de la lengua en tanto práctica. La lengua es lo que es aquí y ahora, no lo que fue, cuya averiguación es cosa de sabios, muy interesante y esclarecedora, pero que puede convertirse en una interferencia si se la pone donde no es útil, como en la ortografía.
Allí es un vicio y no una virtud. De nuevo cito a Bello en sus recomendaciones a la Real (el subrayado es de Bello):
El camino que deben seguir sus reformas ortográficas es obvio y claro: si un sonido es representado por dos o más letras, elegir entre éstas la que represente aquel sonido solo, y sustituirla en él a las otras.
Empecinarse en mantener esa confusión es encapricharse en la presente neurosis ortográfica, es continuar infamando a los que no son tan minuciosos como para saber que se escribe idiosincrasia y no idiosincracia, como lo sugiere la analogía con democracia, etc. No habría esa confusión si todo lo escribiéramos con s, que los que distinguen z y s no han de tener problemas porque el sonido los guiaría tanto como nos guía a todos para no confundir t y p. No habría problema en que los que distinguen z y s escribieran fuerza y los demás fuersa. Si no hay confusión al hablar madrileños con americanos, ¿por qué habríamos de confundirnos al escribirnos unos a otros?
Pero para complicarnos la vida, objetivamente su principal cometido, la Academia adoptó tres principios fundamentales para la formación de las reglas ortográficas: pronunciación, uso constante y origen. De éstos, el primero es el único esencial y legítimo; la concurrencia de los otros dos es un desorden, que sólo la necesidad puede disculpar.
Si los romanos escribían habitus nosotros debemos trazar hábito, con h, aunque no la pronunciemos. La Real no explica por qué si debemos poner h sí debemos sustituir la terminación -us por -o. Si es porque pronunciamos -o y no -us, entonces debiéramos suprimir la h, que ni siquiera suena. Una mezcolanza caótica de pronunciación con etimología. De allí que a mucha gente «le suene» que se debe escribir *horguyo y cosas así. Es grotesco, pero más grotesco es mantener la causa de la grotesquería, es decir, ese
empecinamiento de mantener la letra h, como dice Bello:
Los antiguos [...] casi habían desterrado el h de las dicciones donde no se pronuncia, escribiendo ombre, ora, onor. Así, el rey don Alonso el Sabio, que empezó cada una de las siete partidas con una de las letras que componen su nombre (Alfonso) principia la cuarta con la palabra ome [...]. Pero vino luego la pedantería de las escuelas, peor que la ignorancia; y en vez de imitar a los antiguos acabando de desterrar un signo superfluo, en vez de consultarse como ellos con la recta razón, y no con la vanidad de lucir su
latín, restablecieron voces donde ya estaba de todo punto olvidada.
Los italianos la suprimieron, salvo en algunos casos morfológicos, y les ha ido mejor que a nosotros. Ganaron esbeltez y coherencia y hoy tienen una escritura mucho menos neurótica que la nuestra. Grave en el otro extremo es el problema del inglés, que si llega a alcanzar el principio bellista de «cada sonido una letra», los millardos de libros, revistas y periódicos impresos hoy serían ilegibles en una sola generación. Para descifrarlos haría falta un entrenamiento, como el que hoy se requiere para interpretar
manuscritos medievales. Pasaría parecido en francés. En esa situación estaremos también si seguimos indefinidamente los criterios ortográficos de la Real. La lengua sigue su evolución y la ortografía sigue estancada en un solo estado de la evolución, que ya no representa la situación contemporánea y a veces ninguna, lo que es peor, como ese empecinamiento etimológico en que se produce una ortografía esperpéntica que ni es latina ni es española. Algunos sostienen que es necesario guardar testimonio del origen de la lengua, poniendo h donde no suena y guardando la v. Aparte de que no
entiendo la razón de ello, me pregunto por qué guardar testimonio de unos rasgos y no de otros, aparte de las turbulencias que produce. En todo caso mejor aún sería restablecer el latín y así sí damos testimonio pleno del origen y sin generar esperpentos. El alfabeto latino se adapta con pocas modificaciones a la pronunciación española. El inglés, por ejemplo, no goza de esa suerte y tiene que hacer mil contorsiones para adaptarse. Pero en lugar de gozar de esa ventaja hemos complicado las cosas artificialmente, a fin de crear problemas donde no los hay.
Por eso hablo de neurosis. Consecuencia de los regaños escolares por la mala ortografía, creada por estas inconsistencias de la Real, es que prácticamente nadie le haya hecho
caso cuando autorizó en 1952, en sus Novísimas normas ortográficas, la no acentuación del solo que equivale a 'solamente'. Se puede escribir indistintamente sólo y solo, salvo cuando hay riesgo de confusión -que pasa en la comunicación oral, como en este ejemplo de la Real: Pasaré solo este verano aquí. Podemos evitar la ambigüedad de la frase escrita poniendo o quitando una tilde, pero ¿cómo hacemos en la comunicación oral en donde no hay problemas de ortografía, salvo los creados precisamente por la
ortografía? Nadie se atreve porque pocos saben la «novísima» norma y aun sabiéndola pocos osan dar el primer paso, no sea que los ignorantes lo tilden de ignorante porque no saben que ahora se puede ser libre, sobre todo si se encuentra con un profesor indocto y bruto, de esos que creen que basta reprimir para ser buen docente, accidente frecuente en la institución educativa, que sigue siendo concebida como fundamentalmente represiva y medieval. ¿Qué mejor instrumento para inculcar la represión que una ortografía de reglas arduas y arbitrarias ideal para tender esas trampas a que son adictos los profesores estúpidos? Esta ortografía esperpéntica que la Real está perpetuando no es más que un instrumento de violencia simbólica. La lengua es algo demasiado serio para dejarla en manos de los académicos de la lengua.
No me quejo, pues, de las faltas de prescripción autoritaria de esta nueva Ortografía de la lengua española, como hacen algunos que son aún más conservadores que la Real, como José Moreno de Alba, que critican que la Real dé libertades. Me quejo, sí, de que mantenga oscuras muchas cosas. Me quejo de que no continuase las reformas que dejó estancadas en 1844 e incluso en 1952, cuando adelantó mucho más que en esta «novisísima» Ortografía de 1999, casi idéntica a las Novísimas normas de 1952. Casi medio siglo perdido. O más, porque hemos retrocedido con respecto a la etapa
anterior a 1844, que Bello comentaba así en 1823:
En cuanto a la Academia Española, nosotros ciertamente miramos como apreciabilísimos sus trabajos. Al comparar el estado de la escritura castellana, cuando la Academia se dedicó a simplificarla, con el que hoy tiene, no sabemos qué es más de alabar, si el espíritu de liberalidad (bien diferente del que suele animar tales cuerpos) con que la Academia ha patrocinado e introducido ella misma las reformas útiles, o la docilidad del público en adoptarlas, tanto en la Península como fuera de ella.
176 años antes de esta Ortografía de 1999, Bello propuso un conjunto de reformas sensatísimas, que hubieran reducido a casi nada el caos ortográfico actual
ÉPOCA PRIMERA
Sustituir la j a la x y a la g en todos los casos en que estas últimas
tengan el sonido gutural árabe. Sustituir la i a la y en todos los casos en que ésta haga las veces desimple vocal.
Suprimir el h.
Escribir con rr todas las sílabas en que haya el sonido fuerte que corresponde a esta letra.
Sustituir la z a la c suave.
Desterrar la u muda que acompaña a la q.
ÉPOCA SEGUNDA
Sustituir la q a la c fuerte.
Suprimir la u muda que en algunas dicciones acompaña a la g.
Esas transformaciones se paralizaron gracias, sospecho, a los avatares ideológicos peninsulares que fueron reflejándose en la Real. Esta se volvió un poso (sí, con s) de conservadurismo, hasta el punto de que quiso convertirse en el epicentro de la derecha española. Lo logró. Gran parte del conservadurismo español giró en torno a ese patrioterismo lingüístico que otros llaman casticismo. Se multiplicaron así las advertencias contra los barbarismos y se generó un fundamentalismo gramatical que denunciaba los gazapos y solecismos como crímenes de lesa patria. Para colmo y atornillar a la Real en sus admoniciones, los anarquistas declararon la guerra a la h. La
gramática se volvió campo de batalla ideológico. Por eso nos ensañamos aún contra los errores ortográficos y los solecismos como no nos indignamos ante un juez venal o un empresario deshonesto. Esta nueva Inquisición te echa de un cargo porque no sabes sortear una ortografía tramposa que te hace escribir letras que no suenan y te propone dos para un mismo sonido. Si Sade hubiera sido verdaderamente malvado hubiera sido un gramático como estos que critico; no como Bello, que nos quería proteger de ellos.
No me quejo, pues, de los márgenes de libertad que nos concede -todo lo contrario: es lo único que le celebro-, sino de cosas como esta que dice la Real en el prólogo de su nueva Ortografía:
La Real Academia Española, como tal Corporación, se siente hoy orgullosa de que sus antecesores, durante el siglo transcurrido entre 1741, fecha de la primera edición de la Ortographía, y 1844, fecha del Real Decreto sancionador, tuviesen tan buen sentido, tan clara percepción de lo comúnmente aceptable, tal visión de futuro y tanto tino como para conseguir encauzar nuestra escritura en un sistema sin duda sencillo, evidentemente claro y tan adaptado a la lengua oral que ha venido a dotar a nuestra lengua castellana o española de una ortografía bastante simple y notoriamente envidiable, casi fonológica, que apenas si tiene parangón entre las grandes
lenguas de cultura.
¿Por qué entonces paralizó el proceso si era tan bueno? Desde 1741 la Real fue sensata; a partir de 1844 dejó de serlo. La explicación que da debe haberla redactado un bromista:
En 1843, una autotitulada «Academia Literaria y Científica de Profesores de Instrucción Primaria» de Madrid se había propuesto una reforma radical, con supresión de h, v y q, entre otras estridencias, y había empezado a aplicarla en las escuelas. El asunto era demasiado serio y de ahí la inmediata oficialización de la ortografía académica, que nunca antes se había estimado necesaria. Sin esa irrupción de espontáneos reformadores con responsabilidad pedagógica, es muy posible que la Corporación española hubiera dado un par de pasos más, que tenía anunciados y que la hubieran emparejado con la corriente americana, es decir, con las directrices de Bello.
Pocas veces he leído tantos disparates en solo dos párrafos. Lo llaman economía de medios.
Moraleja: si quieres cambiar las cosas no lo hagas y reza para que la Real lo haga por ti algún día, cuando avive el seso y despierte contemplando cuán presto se va el habla de la gente. No hagas nada y menos «estridencias», porque tú no sabes nada de esas cosas. Claro, la h no es estridente porque es muda. Estridente es eliminarla y el castigo es no menos de siglo y medio de parálisis y la consiguiente tortura ortográfica, desde 1844 hasta 1999 y lo que falta.
No sé cómo los académicos de hoy saben las intenciones de los de entonces en cuanto a emparejar las reformas con la corriente americana. ¿Dejarían para la posteridad algún acta secreta donde se consignaba esa intención? El «dato duro» es que no las emparejaron, lo demás es especulación huera y wishful thinking. Tampoco comprendo la razón de negarse a una reforma en 1999 solo porque unos «espontáneos» se adelantaron a hacer en 1843 el trabajo que debió haber emprendido la Real de entonces. Cierta gente me hace sospechar que la lingüística embrutece. Ya estaría convencido de ello si no fuera por monumentos de inteligencia como Noam Chomsky y Andrés Bello. En cuanto a eso de estridencia, dejo la palabra a don Andrés:
Decláranse algunos contra las reformas tan obviamente sugeridas por la naturaleza y fin de esta arte, alegando que parecen feas, que ofenden a la vista, que chocan. ¡Como si una misma letra pudiera parecer hermosa en ciertas combinaciones, y disforme en otras! Todas esas expresiones, si algún sentido tienen, sólo significan que la práctica que se trata de reprobar con ellas es nueva. ¿Y qué importa que sea nuevo lo que es útil y conveniente? ¿Por qué hemos de condenar a que permanezca en su ser actual lo que admite mejoras? Si por nuevo se hubiera rechazado siempre lo útil, ¿en qué estado
se hallaría hay la escritura?
Por otra parte, decir «lenguas de cultura» es una petición de principio escandalosa porque nos obliga a admitir que hay lenguas de incultura. La Real debió añadir un cuarto apéndice a los tres que pone en su nueva Ortografía, con una lista de las «lenguas de incultura» para procurar su extinción. Pero burlita aparte, separar las lenguas según esos criterios politically incorrect revela la vocación reaccionaria de la regia corporación, que implica y explica por qué mantiene congelada toda reforma ortográfica. El argumento de que se mantienen las normas en beneficio de la unidad de la lengua no tiene ningún peso. No sé qué tiene que ver una cosa con la otra. ¿En qué puede perjudicar esa unidad una reforma ortográfica?
Alguien dijo bobamente: «Se puede estar en favor o en contra de la Academia, pero no sin la Academia». Bobamente porque no es cierto que se necesite una autoridad central y vertical y por tanto autoritaria. La mayor parte de las lenguas, muchas de las que la Real tal vez llamaría «de cultura», no tienen una autoridad central. No he visto que la lengua inglesa se haya anarquizado por no tener una autoridad vertical que decida cómo decir y especialmente cómo escribir. Y sobre todo que cree más problemas que los que resuelve.
Cuando supe que la nueva Ortografía se iba a presentar en América antes que en España, imaginé que vendrían cambios importantes, que la Real se había «emparejado con la corriente americana», entre otras cosas. Ingenuo de mí.
Eso me pasa por creer todo lo que me dicen. La Real practicó esta vez lo que propongo llamar «populismo lingüístico»: una deferencia formal a los americanos, pero en el fondo todo sigue igual y no atiende la mayoría de las veces sino a cuestiones peninsulares, como en el caso de los topónimos que aparecen en el segundo apéndice: se señalan allí solo los de la Península. ¿Era mucho trabajo preguntar a las academias correspondientes por los topónimos de cada país hispanohablante? Sí, a juzgar por lo poco que rinden estas academias americanas.
Dos ejemplos: la ll suena lateral, dice la Real, aunque «algunos» la pronuncian de otro modo; son los yeístas, o sea casi todos los americanos y peninsulares. Lo mismo con la z, que según la Real se pronuncia como en Madrid; lo demás es «seseo», o sea, peculiaridad, desviación meramente tolerada. Pues bien, respetada Real: yeístas y seseístas somos la inmensa mayoría de los hispanohablantes, incluyendo a muchos peninsulares y a muchos académicos de la lengua. No sé si me explico. No soy ningún genio y soy capaz de entender eso, por lo que supongo que no debe ser muy difícil. Los
que hacen la diferencia entre z y s y distinguen entre ll e y son una minoría bastante pequeña. ¿No era hora de declarar que el seseo y el yeísmo son tan normales como lo otro? Así nadie queda discriminado, cosa tan descortés. En cuanto a z y s no se puede argumentar que diferenciarlas es más antiguo que no hacerlo, pues al principio había cuatro sonidos, que simultáneamente muchos peninsulares simplificaron en dos y todos los demás redujimos a uno solo y por eso pronunciamos igual z y s.
Cuando leí cuál era para la Real la pronunciación «normal» de ll y z, me sentí ninguneado, apartado, zurdo, chicano, menor de edad, marginal. Para la Real seguimos siendo indianos, gente rara, andaluza, canaria, ¿bárbara? Andrés Bello está bien pero siempre que no le hagamos caso. Total no es más que un indiano muy aprovechado. Hasta citan profusamente el trabajo de Bello que vengo mencionando, pero omitiendo minuciosamente las palabras que evoco aquí y aun otras en donde el caraqueño critica precisamente el estancamiento. Mejor que este flaco artículo son las poderosas palabras de Bello, que te invito a leer sin el filtro que les pone la Real. Si este texto mío tiene algún mérito, será el inducir a esa lectura.
Hubiera sido preferible que el señor director de la Real no viniera demagógicamente a presentarnos el librillo en América y en lugar de ello no nos hubiera declarado gente anómala en materia de pronunciación y espero que en esa sola materia. De todos modos habría que preguntarse si las academias americanas de la lengua no son más retrógradas que la Real.
Nos hemos resignado tanto a la inmovilidad que ya no concebimos que ciertas cosas puedan cambiar. Gabriel García Márquez es una excepción y ya vimos cómo casi lo linchan cuando propuso jubilar la ortografía. Juan Ramón Jiménez es percibido con cierta indulgencia condescendiente. Si la Real autorizó entre los siglos XVIII y XIX que escribiéramos filosofía en lugar de philosophía, hoy llama estridente suprimir la v, por ejemplo, letrica que no ha hecho sino causar confusión. Mucha gente cree que se pronuncia como en otras lenguas y algunos erróneamente la llaman labidental. B y v son
bilabiales. Hasta la Real lo sabe. La confusión proviene del empecinamiento académico en mantener en uso las dos letras. Para no hablar de las miles de veces que las confundimos al escribir. Ocurre ese error porque no hacemos la diferencia al pronunciarlas y cuando la hacemos tenemos que apoyarnos artificialmente en la ortografía, contra el sistema de pronunciación castellano.
Parecido ocurre con la g de garrapata y de guerra. Al insistir en que debe usarse qu- en lugar de q- a secas y gu- en lugar de g- sin aditamento de u, terminamos teniendo que escribir güe en el caso de vergüenza. Pocos recuerdan poner la diéresis (¨) sobre la u y se crea una nueva fuente de faltas de ortografía, es decir, de conflicto escolar y de estigmatización general. Sería interesante saber cuántos millardos al año cuesta enseñar y aprender esas estupideces, de paso con tan baja eficacia, pues generalmente
no la aprenden sino unos cuantos. Lo que la Academia llama «buena ortografía», estrictamente hablando, solo la tienen unos cientos de personas. Personalmente conozco a muy pocas, lingüistas incluidos. Desafío a los que defienden esa ortografía absurda a ver si nunca cometen errores.Basta un solo error para invalidarles el parapeto. Ese hecho debiera bastar. Borges dice que los falsos problemas conducen a falsas soluciones. Yo diríaque las falsas soluciones conducen a multiplicar más falsas soluciones, como esto de g-, gu- y la consiguiente güe que tan pocos recuerdan poner. Ni siquiera lo hacen los habitantes de la ciudad venezolana de Güigüe. Anda a ver cómo la escriben en los autobuses, sin diéresis: Guigue. Creo que nadie se ha equivocado de autobús a causa de esa omisión. Es como las mentiras: dices una y tienes que multiplicarla para encubrir una con otra. Miserias de mantener a la g representando el mismo sonido de la j. De nuevo Bello:
La j es el signo más natural del sonido con que empiezan las dicciones jarro, genio, giro, joya, justicia, como que esta letra no tiene otro valor en castellano; circunstancia que no puede alegarse en favor de la g o la x. ¿Por qué, pues, no hemos de pintar siempre este sonido con la j? Para los ignorantes, lo mismo es escribir genio que jenio. Los doctos solos extrañarán la novedad; pero será para aprobarla, si reflexionan lo que contribuye a simplificar el arte de leer, y a fijar la escritura. Ellos saben que los romanos escribieron genio, porque pronunciaban guenio; y confesarán que nosotros, habiendo variado el sonido, debiéramos haber variado también el signo que lo representa.
Todo esto es el resultado de naturalizar las letras. El lenguaje es la viva voz, la escritura es mera transcripción, como dijo Saussure. No es del todo cierto, pues la escritura tiene sus reglas propias, pero sí es cierto que el centro, la fuente y eje de la lengua es la viva voz. Pero ahí comienzan las complicaciones: cómo representar con garabatos eso que hablamos. Si el español no tuviera alfabeto podríamos partir de cero y dejarnos de
supersticiones etimológicas que no tienen nada que ver con el lenguaje que hablamos hoy. La escritura es una convención, no la esencia de las palabras.
La palabra retrógrado es un sonido, no la serie de diez letras y una tilde que hemos convenido usar para representarla. Pero la escritura se ha endiosado y por eso llamamos precisamente Escrituras los textos sagrados. Lo escrito tiene un carácter mágico y por eso Ángel Rosenblat nos legó dos textos magistrales que siempre debiéramos considerar para estas cosas: Sentido mágico de la palabra y El fetichismo de la letra. De allí que
movilizar la escritura sea tan difícil, sobre todo con guardias tan nerviosos. No duermen nunca. Por eso dicen que es preferible un malvado a un necio, porque el malvado descansa.
Una buena ortografía no es la que sigue los disparates de la Real, sino una que no provoque este tipo de confusiones. Por eso hablo de la mala ortografía de la Real. Hacer cundir la confusión fortalece el poder académico del modo más perverso, desde las primeras letras hasta la Real Academia Española. Respeto el poder académico cuando me es útil, cuando cambia la ortografía de philosophía por filosofía, que no me hace recurrir al diccionario para saber cómo se escribe. Pero no la respeto cuando se
burocratiza creando nuevas necesidades para justificar cargos, sueldos y congresos, en donde se crean nuevos problemas para crear más cargos, más sueldos y más congresos. Y contagiar su neurosis a la vida pública.
Ahora habrá que esperar tal vez 155 años más para que alguien se acuerde del proyecto de Bello. No sé si la persistencia de la computación hará el milagro de despertar a los académicos, sobre todo ahora que hicieron negocio con Bill Gates para regir el analizador gramatical y el corrector de pruebas de su procesador de palabras Word (El Nacional, 17/10/99). El dictado a la computadora sería mucho más fácil con una ortografía racional y no esta en que la pobre computadora no sabe si le están diciendo tasa o taza cuando alguien pronuncia tasa. El Nacional tituló la noticia excelentemente: «La ortografía del tercer milenio seguirá siendo la del siglo XIX» (16/9/99).
Humildad y paciencia, pues, y nada de andar haciendo innovaciones estridentes por tu cuenta, no sea que la coherencia y la racionalidad se atrasen otros 155 años.
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