«Apenas una cosa entre las cosas
Pero también un arma, fue forjada
En Inglaterra, en 1604.
Y la cargaron con un sueño. Encierra
Sonido y furia y noche y escarlata
Mi palma la sopesa. Quién diría
Que contiene el infierno: las barbadas
Brujas que son las parcas, los puñales
Que ejecutan las leyes de la sombra.
El aire delicado del castillo
Que te verá morir, la delicada
Mano capaz de ensangrentar los mares,
La espada y el clamor de la batalla.
Ese tumulto silencioso duerme
En el ámbito de uno de los libros
Del tranquilo anaquel. Duerme y espera».
Borges, Jorge Luis: Historia de la noche
Contra la Sacralización del Libro
TODOS LOS LIBROS AL VIENTO
Por: Jorge Alfonso Sierra
Consultor en marketing editorial
editor@mercadeoeditorial.com
El libro como mercancía y objeto mercadeable
Todo lo comercializable y lo susceptible a ser propuesto en un mercado para su difusión y su venta, ha sido asignado en los últimos tres siglos - con etiquetas de exclusividad mercantil - al modelo capitalista. Bajo esta perspectiva, se ha pretendido que algunos productos, sobre todo los culturales, no deban tener mediatizadores ni esquemas de difusión masivos, como tampoco estrategias que coadyuven a su venta y difusión.
Por extensión, también se ha procurado instituir la idea de que los Estados socialistas deberían estar inmunes a cualquier aplicación del mercadeo que ayudara a una supuesta masificación cultural.
El libro fue el primer producto cultural que teniendo en sus orígenes un carácter canónico y exclusivista, alcanzó sin embargo– sin que las elites pudieran evitarlo y debido al desarrollo de la imprenta -, la posibilidad de ser llevado y adquirido en y por grandes porciones de la población. Durante muchos años este producto libro, y principalmente su mayor exponente, “la literatura, existía primordialmente en la Corte Real y sus extensiones, la iglesia y las grandes casas, y más tarde en las tiendas de los libreros y los hogares de los lectores burgueses ilustrados” (Alvin Kernan. La Muerte de la Literatura. Monte Avila Editores) y se llegó incluso a debatir en forma continua e irresoluble en el siglo XVIII sobre los peligros del incremento de la lectura en las clases bajas, advirtiéndose de lo dañino para la salud pública de los excesos de leer con cierta asiduidad. Jonh Locke, por ejemplo, no era partidario de que se instruyese a los pobres y se tiene conocimiento de un panfleto de un autor anónimo que se publicó en 1.795 con una lista de las consecuencias físicas del exceso de lectura: “Susceptibilidad a los catarros, jaquecas, debilitamiento de la vista, sarpullidos, gota, artritis, hemorroides, asma, apoplejía, enfermedades pulmonares, indigestión, obstrucción de los intestinos, desórdenes nerviosos, epilepsia, hipocondría y melancolía”.
Estas curiosas admoniciones ante la lectura quedaron atrás hace muchos años pero arrastraron consigo un peligroso lugar común para los libros: el de propagar y dejar sentado que el pretender manejarlo como una mercancía y aspirar a masificarlo con la aplicación del mercadeo, sería degradarlo, acción sólo permitida para otros productos que no tuviesen una connotación tan pura y sacralizada como la que desde un comienzo adquirió el libro; pero además, que todo lo que tuviese que ver con el mercadeo, debiera quedar para ser realizado solamente en sistemas económicos como el capitalista, donde el lucro –se cree– siempre prevalece sobre lo social y cultural.
Bajo estas premisas los conceptos libro, satisfacción de necesidades y mercancía, fueron tajantemente excluidos en el análisis del libro y la lectura hasta el día de hoy, cuando cada concepto desanda caminos diferentes en el arduo sendero de la concreción de las apetencias humanas.
Aún así, encontramos que fue el comunista Carlos Marx quién definió la mercancía como un “objeto externo, una cosa que, en virtud de sus propiedades, satisface necesidades humanas de cualquier tipo.
La naturaleza de estas necesidades, el hecho de que tengan su origen en el estómago o en la fantasía, no cambia para nada la cuestión.” (Las negrillas son nuestras. Carlos Marx. El Capital, Libro I Edit. Sarpe.)
Aunque para esta época no existía la palabra marketing –mercadeo– ni se habían estudiado sus fundamentos, desde su obra fundamental y tesis central en contra del modelo capitalista, Carlos Marx esboza el núcleo principal en lo que se basa el mercadeo, incluida su definición: que los productos y servicios proveen a los compradores beneficios o soluciones funcionales, económicas y psicológicas, independientemente del tipo de producto que se trate, del modelo económico o político en que se inserten, de que existan estímulos externos para lo mismo o de que la necesidad –como casi siempre sucede en el caso de los libros– tenga su origen en la ilusión o en la fantasía.
Desde el punto de vista del mercadeo, las fuentes principales del valor que se ofrece al cliente parten de allí precisamente, de la provisión o satisfacción de sus necesidades, bien sean funcionales, económicas o psicológicas.
Curiosamente, para el libro pocas veces se plantean discusiones a fondo sobre las necesidades que éste debe satisfacer: si son sicológicas, académicas, funcionales o espirituales, pero sobre todo si serán las del escritor, las del editor o las del lector, además de cómo se haría para promoverlas. Una de las razones para la mencionada falta de objetividad hacia el libro se basa en que éste se ha sacralizado, intelectualizado, separándolo totalmente de cualquier atisbo que lo asimile a una mercancía y con ello, buscarle las necesidades que satisfascería. Con esto también se ha logrado apartar el libro de una probable masificación lo que lo ha convertido en un objeto discriminatorio y clasista, únicamente analizado desde la óptica del escritor o la del editor, pero no de la del lector.
Al analizar al libro como objeto, notamos que éste tiene la virtud de poseer dos características esenciales en su definición. Por una parte, en tanto su contenido, es un bien cultural que pugna por transmitir conocimientos, ocio o divertimiento. Y en cuanto a su desarrollo impreso, responde a factores económicos. Con base en lo anterior siempre se ha dicho, con certeza, que el libro es una mercancía, un bien de consumo, pero simultáneamente es un medio de comunicación, de transmisión de ideas, un bien cultural.
Y aunque éste carácter de bien cultural le confiere particularidades que es imposible ignorar, pues el valor de un libro es irreductible a sus solos términos económicos, visto en su perspectiva total y desprovisto de prismas sacralizantes –y apoyándonos incluso en la definición de Marx–, el libro es una mercancía, o como acertadamente lo definió Borges, y con lo cual le quitó cualquier presunción ritual: el libro es simplemente “Una cosa entre las cosas”.
Y el novelista francés Daniel Pennac acota sin ambages “(...) Visto desde este ángulo, el libro, pues, no es ni más ni menos que un objeto de consumo, y tan efímero como cualquier otro.” (Daniel Pennac. Como una novela. Edit. Norma)
Incluso, dentro del sinfín de estrategias que los promotores de lectura recomiendan para inducir a la iniciación de la misma o para incentivar o motivar el hábito lector, podemos hallar el realizar “actividades que muestren al niño que el libro es un objeto común, parte del mundo físico normal en que se desenvuelve”, o el que “se trata de lograr que quienes realizan por todo el país actividades de animación cultural, asuman, por ejemplo, la narración de cuentos con libros a la vista como un instrumento más, tal como lo hicieron antes con los títeres o el teatro de calle.”(Alvaro Agudo. La promoción de la lectura como animación cultural. Tomado de “La Hora del Cuento”. Selección, prólogo y notas. Alfonso Chase. Editorial Costa Rica.)
Aceptando sin más remilgos la faceta del libro como mercancía, podríamos acercarnos al mismo de una manera diferente en cuanto a su difusión y masificación se refiere, pues si definimos al libro como una mercancía que debe satisfacer necesidades humanas y –físicas, académicas o espirituales– su espectro y posibilidades se amplían para un hipotético lector.
Esta petición de orientar al libro hacia el concepto puro de mercancía, sin ser nueva ni reciente, no perjudica el contenido en sí del libro mismo, ni tampoco pone en riesgo su intención primaria ante cualquier lector, y antes por el contrario, se percibe que serían más los beneficios que los perjuicios que de aquella definición se derivarían.
“Desde finales del siglo XII, aproximadamente, los libros pasaron a ser objetos comerciales, y en Europa su valor pecuniario estaba lo suficientemente establecido para que los prestamistas los aceptaran como garantía subsidiaria; anotaciones donde se registraban tales compromisos se encuentran en numerosos libros medievales, especialmente en los pertenecientes a estudiantes. Entrado el siglo XV, el comercio de libros había crecido lo bastante como para que se los colocara en la lista de mercancías vendidas en las ferias comerciales de Frankfurt y Nördlingen” (Alberto Manguel. Una Historia de la Lectura. Grupo Editorial Norma.)
“(..) El libro de los Muertos ha desempeñado un gran papel. Es conocido desde aproximadamente 1.800 a.d.c. Fue adquiriendo con el tiempo un contenido puramente convencional y parece haber sido producido en serie por los sacerdotes, con un blanco para ser rellenado con el nombre del difunto; una industria en cierto modo semejante a la que, en tiempos muy posteriores, se desarrollaría con las indulgencias de la Iglesia Católica. El tráfico con los libros de los muertos fue sin duda la única forma de comercio de libros en Europa.”(Svend Dahl. Historia del Libro. Edit. Alianza Universidad.)
De allí que exista una relación indudable, aunque difícilmente cuantificable, entre los libros y el desarrollo material y económico de los pueblos. Sin que se trate de una relación de causalidad simple, basta comprobar que el orden de mayor a menor desarrollo económico de las naciones corresponde, casi idénticamente, al orden de mayor a menor disponibilidad de libros para su población. En todo país el propósito de elevar el nivel de vida de sus habitantes depende tanto de los logros en la producción general como de la elaboración y difusión de libros y de otros bienes culturales, todo aparejado con sus consabidos desarrollos educacionales.
Sacar entonces al libro de las amarras hieráticas en que lo hemos confinado –lejos de los objetos mortales que amargan o enternecen la vida de los seres humanos– y ponerlo como un elemento más dentro de las múltiples opciones para alcanzar la felicidad que la vida nos ofrece, será un debate y una misión, que habrá que proponerse, pues “todos y cada uno de los volúmenes que cada uno de los 365 días del año llegan a las librerías son, además de un testigo de la cultura del tiempo en que fueron concebidos, un objeto mercantil como pueden serlo los zapatos que habremos de calzar la próxima temporada”.(Mundolibro.Com. El Mundo. Madrid. España. 6 de agosto de 2000)
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